Serie R (relatos). Textos propios. Cap. 7. 4X4, traición a las cuatro ruedas.


  




Conducir un coche es habitar una realidad que no es nuestra (del todo), una enorme, sobervia y cruel realidad que excede a nuestra voluntad y nos lleva, como un humano llevaría en su mano a una hormiga. Es una realidad indirecta, no llevamos todos los mandos, como cuando navegas un barco y llevas el timón: mueves a un lado a otro la palanca esperando que así tu deseo se cumpla, pero la realidad está sujeta a numerosos condicionantes que se escapan a tu manejo y que de no ser tomados en cuenta, harán que el barco, por propia voluntad, coja un rumbo que no has decidido. Por eso cuando un coche se cruza de frente con un peatón en una calle muy estrecha en la que apenas caben los dos, el peatón se para, pero el coche sigue su ritmo, irrespetuosamente, sin intención de variar su inercia, casi sin posibilidad, de frenar, como un mostruo que no se para en reparar demasiado en un ser diminuto del que no necesita conciencia y al que no toma en cuenta. La relaidad, vista desde arriba, es mucho más prosaica que la que se vive dentro del coche: un ser dentro de un vehículo, que pisa el acelerador, maneja el volante, y conduce a cincuenta por hora, y que se mueve, siendo poco más grande que el peatón con que se cruza, pero lo bastante para imponer su fuerza y coronarse como una amenaza, como si de un tren se tratase, un tren que, por alguna extraña razón de horarios, tiene prisa; y un peatón que camina y se encuentra en su camino la amezana de este vehículo casi descontrolado, obligado a reparar en él y plegarse ante su poder delirante. Dentro de un coche, creamos un dios imponete y poderoso en el que nos acomodamos, y cogemos el mando, creyendo que aquello es un vediojuego en el que vamos a pasar siempre de pantalla, porque somos unos hachas, identificados con ese dios y su poder; pero a veces los dioses se infunden vida propia y acaban por tragarse a los que les han nombrado creadores e inmortales. Sobrevivirán al humano que pretende conducirlos, deseoso de sacar partido a la realidad en su propio beneficio, ese humano que es, si lo había olvidado, mortal, muy mortal. Un coche se lleva como los vaqueros del Oeste portaban sus pistolas; si no llevas uno, estás en combate desigual, desarmado. Hay que mostrar sumisión, parar el caminar, dejar paso, y sucumbir a la amenaza del golpe.

¿Dónde vais con tanta prisa?    

 

 

Si observas con atención cómo se conduce en cualquier autovía de las que atraviesan el mapa como arterias severas de asfalto que arrasan con la vida natural podrás tener una idea de cómo es nuestra sociedad, de cómo nos comportamos. Más de la mitad de los cacharros se mueven a toda la velocidad posible, conducen a ciento cincuenta kilómetros por hora de manera habitual, ocupan el carril izquierdo a la primera de cambio, sin dejar espacio a de delante para adelantar al camión de turno; van desbocados, sin signo alguno de coresía, sin tomar en cuenta las necesidades del otro vehículo, sin poner la intermitencia la mitad de las veces, cumpliendo las normas de las señales solo si se encuentran coin un radar o un vehículo de los guardias de tráfico. Así somos, así nos movemos. Luego, la peña se queja de la clase política, esa que se ha elegido de entre nosotros, esa que nos representa, esa que es el espejo de nuestros deseos en común (algo común que no existe, diluido entre la individualidad soberana). ¿Qué espearabas, qué puedes esperar de los representantes, entonces, si no son más que eso?

 

A Pablo Camuñas, por aquel entonces, tampoco le importaba una patata frita las necesidad de cualquier otro que no fuera él. No conducía a toda velocidad, porque su viejo Renault cuatro no daba para más, sólo necesitaba carretera adelante para inventarse un camino, sin parar, durante una semana. Luz de cruce, pon la distacia frente a mí; siempre hay donde ir en la autopista.    

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