Serie R. Textos P. LA PESADILLA

                                                                

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LA PESADILLA



Es en ese momento en el que el sueño entra en el vertiginoso descenso a la conciencia, un segundo antes de despertarme, un segundo que dura una vida, una era entera dentro de mi existencia, cuando comienza mi persecución. Sé que estoy en una ensoñación, sé que es un medio que se escapa a mi control, y todo me asusta. Lo que siento es producto de ver cómo ella camina delante, dispuesta y desinhibida, valiente y protegida por mi fortaleza de adulto dispuesto a dar la vida por ella, ansiosa de vida, rebosando ganas de aprehenderlo todo a su alrededor, de formar parte, de respirar, correr y arriesgarse, como un potro recién nacido que va descubriendo dónde está, que nada sabe y que podrá aprender todo lo importante por su cuenta y con sus medios. Le llamo la atención de vez en cuando, veo que se aleja, la llamo insistentemente, “hija, ven a mi lado; vamos, ven, no te alejes”. Y ella se me escapa, hay algo que hago mal, algo que ni siquiera ha quedado en mi conciencia, y siento que se aleja demasiado. Entonces empiezan a clavarme puñales en la espalda, invisibles filos cortantes que me impiden correr, aunque no voy a rendirme nunca, ningún arma funcionará que impida que yo la busque. A veces ella es pequeña y desvalida, un instante después su rostro ha crecido y tiene trazos de lo que será una mujer, y en otro momento su cara se desdibuja y no soy capaz de identificarla, aunque sé que es ella, como si llevara un velo que desdibuja el mundo y sus ojos, como si no tuviera facciones para mí. Se me escapa su sonrisa, oigo su queja a lo lejos y cuanto más corro, más distante me siento. Ven, deja que te alcance, te perderás, no sigas andando, te alcanzaré. Y mi preocupación, mi ansiedad se infla, se detiene, se mueve a la velocidad de la luz, se hace hielo y quema. Todo el entorno es una burbuja de peligro, de amenaza completa. La voy a perder y desde mi garganta saco todas las fuerzas del universo en un grito, sé que me queda poco tiempo, que tendré que hacer algo, que puede que la suerte me la devuelva y que para eso no puedo quedarme quieto, sé que tengo que darme toda la prisa de un felino hambriento, que no tengo tiempo, que me voy a despertar sin alcanzarla, sin sentir su abrazo y su alivio.

Al despertar, es como si un baño repentino de luz cegadora invadiera mis ojos recién usados, siento en el pecho la punzada real del día, más feroz e indiferente que todas aquellas puñaladas del sueño que apenas recuerdo, me quema como si me hubiera comido el sol y siento que en el mundo nada está hecho para mí, soy ajeno a todo lo que existe y nada merezco, ajeno a lo que ocurre y podría ocurrir, culpable de respirar, culpable de conciencias. No quiero concebir el momento y rezo con toda la fe que no tengo para que el destino, los dioses y los demonios reunidos me lleven de nuevo al sueño, que se acaba de desvanecer para siempre. Que me lleve de nuevo a ese sueño, dormir y sentir, sentirla, poder llamarla, tener la oportunidad de sentir miedo a perderla, tener la esperanza de aquello que puede cambiar, que aparecerá, verla y tener la certeza de que puedo alcanzarla, sentir ese miedo, ver su gesto, alimentarme de su vitalidad. Quisiera volver ahí, lo cambiaría por todo; todo a cambio de mi vertiginoso sueño, mi tesoro, quedarme detenido para siempre en esa fugacidad, convertirme en la ensoñación, y morir con ella antes de despertar. Rezo para que no llegue esta vigilia forzosa, donde nada en el mundo permite ni que haya la posibilidad de alcanzarla, donde no tengo su gesto, donde no la veré crecer y llorar, donde no puedo reprocharme ya nada, porque soy culpable de haber consentido que la realidad tomara esta imagen, condenado a ni si quiera soñarla.

   

2019. 

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