Serie R. Cap. 10. INFORMES DE LA LUNA MUERTA. 1986.














INFORMES DE LA LUNA MUERTA. PRIMERAS MEMORIAS DE JORGE CAMPANA.


Lema: El gorriato sobre Netzahualcóyolt.


1986.





                                        



                                            ...de la Luna en la alta cumbre,
                                            que argentando las espumas,
                                            bañaba de luz sus plumas
                                            de tisú... ¡Y eras...tú!
                      
                                                                     Rubén Darío








   Hay un cierto alboroto en el juzgado; gente saliendo y entrando, sonidos de máquinas de escribir, montones de papeles sobre mesas y estantes, corrillos de conversaciones. Una mujer que debe ser funcionaria, sobre una escalera de tres peldaños, afanada en colocar carpetas de folios grapados sobre los anaqueles, al ver su despiste, pregunta con ojos apagados :

—Y usted ¿qué quería?
Félix alza la mano y le  tiende encantado su citación.
—Un momentito, por favor, en seguida estoy con usted. ¡Vaya mañanita...! —dice ella, al aire. Él queda sin saber qué mirar, mientras a su lado ella mantiene a duras penas el equilibrio, encaramada a la pequeña escalera.
Recordó la mañana en que pretendía comenzar la novela. Se hablaba a sí mismo en segunda persona, especulaba sin descanso para sus adentros sobre aquellos pasados días en que se desató su fantasía y se diluyó la frontera de lo real, sobre sus intenciones desbordadas, intentaba dilucidar a dónde quiso llegar con aquel personaje que se salió del tiesto. Esperando que la señora no caiga desde lo alto de su incómodo suplemento, mueve ligeramente los labios y se reprende sin que nadie, excepto él, le escuche: 
 —Aquel lejano amanecer te resultó especialmente difícil comenzar a escribir una historia. En tu cabeza,  en tu corazón, una mezcla de sentimientos, un mar viscoso de olas literarias que más que a una novela de sutil principio se prestaba a una mezcla de dibujos, a diferentes colores, a matices. O a un poema, a balbuceos sin mayúsculas, con la amplitud de lo ambiguo, contradictorio e impreciso como tus deseos y la realidad.
»Sentirse ocupado era la excusa para no enfrentarse al papel blanco. Con ansia, esperabas que tus pensamientos literarios tomaran su propio cauce, despejando la tempestad de tus imprecisiones. Nunca hubieras dejado de regar las plantas. Te pesaban tus ideas envueltas en las cadenas de la lógica. El despecho por acabar el trabajo aún no empezado, el deseo de sentirse útil en la vaciedad del momento; y no ceniza mojada. De que todo (desayunar) fuera para ti una tarea (hacer la cama extendiendo bien las sábanas que no fueron usadas, el correo, la compra), hasta caer rendido sobre la hoja en blanco. Pero no era así; no encontrarías los personajes en las flores ahogadas ni en el café derramado. No pudiste describir la pureza de la Luna, sus últimos reflejos. El rutinario entorno no te dejaba explicar, no te daba el significado de nada. Nada se podía separar del oxidado conglomerado que era tu vida. Sentir la vida era tocar un enorme pedazo de hielo. Aquella mañana la encrucijada que ni tú mismo sabes reconocer te desbordó y quiso sentarte en la ventana con vistas a ti, desde donde se veía disiparse una niebla de adjetivos imprecisos. ¿Cómo podrías sacar agua de tal desolación? ¿Cómo escribir esa novela sin falsear tu vida en ella, sin quemarse con la vela que nunca prendió? En tus sueños lloraste por los trémolos de Luna perdidos, de tu incapacidad para encontrar una bonita mentira salió un personaje solitario.

      
Volvió en sí súbitamente.
Los momentos antes de una declaración judicial siempre son confusos. Félix confunde sus intenciones y no quiero pensar, pero no puede dejar de hacerlo, en cómo contar todo aquello. Pero, al mismo tiempo, la seguridad de conocer los hechos le permite una tregua para imaginar incluso historias sobre aquella mujer en la escalera. O sobre otra mucho más guapa sentaba frente a un ordenador, hablando en la distancia con sus compañeras de otras mesas, por encima de los que allí estan, como si a ratos no estuviran, y retomando al momento el hilo de la conversación con sus administrados, siempre con problemas. Estas declaraciones (a mi lado un hombre indignado dicta los pormenores de un pequeño choque entre vehículos), estos cuentos telegráficos sobre versiones de los hechos (...¡entonces, sorprenentemente salió del coche con una cachiporra en la mano!...), estas disputas de intereses y daños, este juego de esgrima legal; ellos sí que saben escribir novelas, piensa Félix.
La funcionaria, ya sin escalera, más humana, había leído  tranquilamente el folio de la citación. Él buscaba en sus gestos datos significativos, algo que le tranquilizase, o algún desliz de preocupación. Con sus ojos mates y la cara más inexpresiva que pudo llegar a poner, había dicho: “Por favor, pase por aquí". La sigue hasta una puerta que debe ser el acceso a la sala de juicios.
—Espere a que le llamen...—añadió antes de irse. Entonces enciende un cigarro como lo hacen los testigos de investigaciones importantes y espera sentado en un banco de madera, en una postura semiencogida de niño consciente de que se enfrenta a la consecuencia de sus travesuras, prosiguiendo el discurso en su fuero interno, defendiéndose.
       —Yo había escrito luna, con minúsculas. Aquel amanecer que casí olvidé por completo, yo había escrito la palabra luna justo antes de cejar en mi empeño de construir una novela. Ahora lo recuerdo: me refería a una lámina de cristal, por eso puse luna rota. Pero está claro que una cosa es la pretensión de explicar que tiene el novelista mediocre, y otra muy distinta lo que dice—contesta el poeta que Felix lleva dentro. Por un momento deja de pensar y fuma, sólo fuma. Intenta excusarse a sí mismo sin conseguirlo. Alza la vista a los viejos techos del juzgado, la conversación fluye en si fuero interno. El poeta no atiende a razones; ha de tomar la palabra el sencillo hombre sin pretensiones que también habita en Félix, el que siempre paga los excesos y anhelos del poeta. Le habla, entonces, con un cierto tono descarado y aclarador, al poeta que quería ser, como si fuera alguien muy distinto al que Félix es ahora, como si fuera otro:
      —El personaje de tu novela sería un hombre al que dieras poder para pintar, poder para hacer "realidad" con pinceles y pinturas. ¡Quién le diera a tu personaje algo que no fuera trabajo sedentario por hacer y despecho! En esta hora tan temida de siempre, la que te lleva a ningún sitio, la que traspasa la noche y te apea en un viejo día que tiene en su entrada el cartel de "fin de trayecto", tras el que no hay posibilidad de retroceder. Sería un hombre, un personaje del recuerdo, exento de la celda del pesente. Conjugaciones sin sentido te fueron dando la imagen de un jovenzuelo alborotado. El sombrero te dio su nombre: Jorge Campana.


   "Don Félix Cuchillo del Río, pase, por favor". Se ve sentado ante los que deben ser jueces, fiscales, abogados... reconoce al abogado de oficio del acusado, que le hace señas tranquilizadoras. Otro funcionario espera con las manos sobre un aparato que debe servir para transcribir lo que allí se diga. Uno de ellos comienza a preguntarle de nuevo su nombre y lee la declaración que hace un mes le tomaron en en la comisaría de policía: "Compareciendo en esta comisaría de policía del distrito cinco Don Félix Cuchillo del Río (y demás datos), declara que el detenido esta pasada noche es, en efecto, Jorge Campana...".

Félix se desentiende por un momento de la sala y comprueba que ahora mismo podría escribir la historia que aquella noche se quedó atascada, sabe que los escritores no tienen otra forma de defenderse que con la palabra escrita. Los párrafos fluyen dentro de él, sus pensamientos bullen por no tener un lápiz con el que desahogar todo ese exceso de letras en su nuca. Mira al mecanógrafo por si descubriera en él algún indicio de telepatía, pero no es así, aquel escribiente veloz sólo transcribe lo que dicta esa voz de fondo del experimentado fiscal que Félix deja, por momentos, de oir. Se esfuerza en no dejar escapar sus ideas, frunce el rostro. Los abogados creen ver en ello síntomas de preocupación por el caso, pero el caso es que la historia de Jorge Campana emana de repente de sus oxidadas entrañas como la lava a mil grados de un volcán que no es capaz de quedarse más tiempo enterrada. Y dentro de Félix, la voz del poeta chilla:
     —Tenía Campana duendes que decían la verdad cuando mentían, que se aferraban a su cuerpo y no le dejaban dormir. La única forma de combatirlos era ser más listo que ellos. Así, hacía de la bañera un campo de batalla. Se sumergía en agua tibia coronada de olorosa espuma, brumosa espuma que se dejaba manejar por el agua. Su cuerpo bajo el agua era una montaña que se deshiela, su pelo un volcán que emana lava blanca sobre el mar. Depués, la espuma se confunde con la plataforma de la bañera y queda camuflado el paisaje donde vendrán a jugar los duendes. Sonaba lejana una canción en la radio cuando empezó a sentir los pasos de los primeros duendes del acecho. Saltaban sobre su piel, le clavaban sus pequeñas banderas en las rodillas. Jorge, con los ojos aún cerrados, los puños apretados, dejaba que se sintieran seguros. Cuando más confiados estaban, con el dedo gordo del pie quitaba el tapón de la bañera y el agua comenzaba a girar en torno al agujero lentamente. Los duendes se veían sorprendidos y arrastrados sin remedio por el agua, resbalando por la espuma de su cuerpo. Agua y duendes se perderán por la inmensidad del desagüe. Como se perdería una mosca o la televisión, bailando un vals redondo hacia el laberinto de las alcantarillas, hacia el mundo subterráneo y desconocido: cada alcantarilla tiene su reina y estallan guerras honorables, las flores son todas grises, y las vidas y entierros van a dar al mar. A veces pensaba en hundirse por el desagüe y enamorar a una joven princesa de alcantarilla, juntarse con Rogelio Cubero, el bandolero que cabalga debajo de la ciudad desde que ésta nació. Pero esta vez se fueron sólo los duendes. Campana abrió los ojos y salió goteando agua y seguro sin duendes del acecho.


»Así hacía siempre, mas siempre quedaban sin él percatarse dos pequeños duendes enganchados en la oreja.

Félix se encuentra vacío y sereno. La voz del letrado suena hueca y arrítmica. Resulta paradójico estar allí hablando de Campana, un hombre que conoce de tan cerca y del que tan poco sabe. Siguen leyendo su declaración. "...el detenido es natural de un pueblo del norte de Extremadura, del que desconoce el nombre, venido a la ciudad a pintar. El comparecido declara asímismo que Campana vivió en su domicilio, sito en la calle Alhamar, las tres primeras semanas de la corriente primavera..."


Cuando la voz del poeta cesa, hullendo de nuevo de la liturgia procesal, Félix, el tipo que quiere vivir  más que escribir, toma las riendas de la supuesta ficción y pone los puntos sobre las ies antes de que todo vuelva a empezar, para que el poeta escuche:
  —"Llevaba un gránulo en la lengua que no le dejaba mascullar palabra", así empezaste tu relato, que continuaba: "Así paseaba Campana por las calles, aceras y charcos de la ciudad; mojaba su pelo con lágrimas caídas de los balcones y ventanas, que le dejaban el pelo salado". Le imaginaste con los bolsillos sujetándole las manos, y los ojos la mirada, alejándose del preludio de tu novela. No sabías a dónde querías llegar, nunca te pongas a escribir sin saber exactamente lo que quieres decir, cabeza loca. escucha lo que alguien sencillo como yo seguiría escribiendo: Andaba en dirección a la despedida y el sentido era apurar el escaso oxígeno del aire brindando a cada paso con la cadenciosa soledad del sentimiento. Le hubiera gustado ser viajero como su tío Anselmo, el hombre que se fue del pueblo a recorrer el mundo. Pero también admiraba el ovalado estilo de la mecedora de la abuela Fluidora, siempre esperando, perenne espiral en el rincón de la ventana donde se ven pasar las estaciones, devanecerse. Iba caminando por un aire desencantado y a la vez lleno de serenas palpitaciones, buscando la tierra mojada y recordando los tejados verdes de musgo, la lluvia en un pueblecito aún de piedra que daba la sensación de estar tan lejos. Siempre había sido uno de esos tipos de los de mucho tiempo apoyado en la tapia con una burbuja en la mano, que se arrascan la cabeza con un cierto brillo en sus esporádicos ojos. Pero aquel día nadie supo lo que pensaba ni lo que quería, con el gránulo en la lengua sólo podía sonreir.
      —Cuando ya no podías más—continúa después de comprobar que los de la toga  negra siguen allí— con tus pensamientos, escribiste luna rota sin venir a cuento, por algún complicado mecanismo de mezcla de recuerdos, sin saber lo que querías escribir— se dijo en un momento que el fiscal se tomó para tomar aliento. Fue una pequeña pausa, pero aún a sí le dió tiempo de concluir: —Sin saber cómo plasmar las débiles ilusiones literarias que pululaban por aquel amanecer, queriendo abarcarlo todo.

            


  El mecanógrafo maneja los dedos velozmente, las grietas de la bóveda parecían mapas hidraùlicos. Siguen con su declaración: "...durante esas semanas el susodicho Felix Cuchillo intentó escribir una novela y se inventó a Campana, pero declara que por circunstancias personales y problemas ajenos al caso le fue imposible conseguir sus propósitos y desistió de su empeño dejando a Jorge Campana libre de su cautela entre los bocetos y borradores de un extraño y turbio presagio que , segùn sus palabras, no llegó nunca a precisar porque sus ideas eran demasiado contradictorias. Pero que era algo parecido a lo ocurrido y del que se declara indirectamente culpable...".



   —Más tarde o temprano tuvo Campana que aprender a aceptar sus pequeños delirios—retoma la palabra el poeta, que siempre resurge de las cenizas de su cigarro—. Eso que llaman estar mal sentado y descansar. Decían que en su habitación se pasaba el día dando vueltas con una brocha en la mano y pintura en la otra, y brochazos aquí y allá en el aire, coloreando el espacio, para luego decir que no le gustaba el cuadro y borrarlo todo con un trapo.  Aprendió a reconocer en las paredes las manchas blancas de las heridas, las huellas de las armas que afilamos para vivir. Loco de remate, nadie puede ser simplemente un loco. Tan cierto como que cuando Jorge Campana borraba su cuadro de aire, éste quedaba limpio, sin polvo. Y el trapo blanco se llenaba de colores mezclados como el del viejo desollinador del arcoirirs.
   »Estaba escapando de la tela de araña que convierte el ansia en modorra; de la tela de araña sintética y de sus duendes, que pretenden atarle. Su padre, Juan Campana, el día de San Patronista, cuando la tierra daba su fruto de cosecha y dinero, guardó unos duros para comprarle a su hijo un sombrero que hiciera sombra a sus pensamientos. Él siempre se lo ponía para viajar y para pensar en su madre, que se quedó tan triste al fin, sonriendo hieráticamente para despedir al mundo, regando con lágrimas su cosecha de suspiros. Jorge, cuando era niño, la miraba, cáscaras de limón en el arroz con leche: "Madre, la Tierra es una naranja". Ella, con esos gestos que tanto se añoran y un delantal negro, esbozaba una sonrisa y le ponía el desayuno sobre la mesa aullentando con el pie al gato. Un día, ella bajó también a desayunar al centro de la Tierra, donde se hizo semilla de naranjo. Un espectro de luz de Luna se clavó en el brazo de Campana.




  Los letrados miran de reojo y escuchan atentamente lo que la voz cansada lee. Quizás ahora Félix lo hubiera dicho de otra forma. Las grietas de la bóveda le sugieren que en la cárcel sí hay tiempo para escribir. Quizás ahora hubiera explicado con más convición cómo se escapó de entre sus carpetas, que tenía un pasado, que su futura historia, por la virtual incapacidad de construirla, tomó su propio cauce, aunque no podría nunca deshacerse del impreciso final que el poeta le había dado, que le alió con la Luna para realizar la gran mentira en un mundo lleno de pequeños embustes. Que de sus pesadillas de insomnio salió Jorge Campana, con su sombrero, con su misión de abrir la puerta de la noche y dejar que los sueños de los niños se escapasen; que era él, el irresponsable escritor que deja todo para mañana, el culpable. Campana tiene en sus manos su realidad, por eso hizo lo que Félix escribió para salir de la encrucijada, cuando observaba cómo el Sol desplazaba a la Luna, y antes de caer dormido se miraba al espejo. Que Félix le dio los nombres. Pero supone que todavía hay tiempo, que le preguntarán y tendrá posibilidad de explicarlo claramente. Lo que más le gusta es que si su personaje ha liado todo esto, la gente le reconocerá como escritor...





       —Poco equipaje necesitaría para ir a visitar al dulce y sincero Fernando Asecas, conde del país de los sueños. Y poco equipaje llevó. Fernando Asecas vivía dentro de una cascada, donde pasaban salmones y caía alguna que otra estrella apagada. El presagio era la excusa para atravesar el agua. Nadie, excepto el conde de los cuentos, podía permanecer demasiado tiempo dentro de la cueva de la cascada, su temperatura era tan extraña y tan extremadamente variable que los pulmones se encogían y el aire era ansiedad.
   »Fernando Asecas era conde por la casualidad de los nombres y no por herencia o por imposición, mas podía serlo de cientos de lugares y cosas: de los sueños, de las cabras, de las meigas... Asecas, conde de chirona, le enseñó a ver en los cuentos lo real, por eso Campana solía, de cuando en cuando, ir a verle. Le enseñó que todos los cuentos son reales y le hablaba de cómo se engañaba a la gente. Le contó cómo se perdieron los libros de la verdad fantástica, escritos por los habitantes de Allí. De Allí habían salido muchos personajes, desterrados, que ahora viven en la ciudad o en cualquier pueblo (encima de Roma, debajo del amoR). Allí, donde la nieve guarda secetos que pasan por el tiempo de hombre a hombre, de mujer a mujer, de niño a niño; su medio de comunicación son los corazones, las palabras. Campana le habló de la ciudad y de las flores malvas, de los duendes y del presagio. Al conde de las chabolas le gustaba recibir a Campana; le contó otro secreto y hablaron de un tal Juan Cuchillo. La extraña temperatura se hizo sentir y Campana huvo de marchare. Ahora sabía cómo, quizás, se cumpliría el presagio, cómo se rompería la campana de cristal que encerrraba la imaginación de un buscador de historias, un tal Cuchillo. El gránulo de la lengua desapareció. Por el camino perdió la maleta y se sintió libre: Destapar el bote de los sueños, pasar por encima de lo que el hombre y sus leyes esconden y sobrevolar la lucha en la que los seres reales se ven involucrados, a través de la luna rota; sin piedad, dejar escapar los sueños infantiles y dejar que sus dibujos coronen la realidad, hasta podrían desaparecer algunas cosas. Hasta podría dejar la Luna de asomarse a la ciudad.




   El fiscal saca de una carpeta en la que se lee el sello "causa con preso" sus manuscritos y, después de mostrarlos, los coloca encima de la bonita mesa de los jueces como primera prueba. Tres hojas garabateadas en las que frases llenas de tachones se combinan con dibujos de rostros narigudos y manos y flechas. En una esquina de un folio se puede ver el exacto retrato del detenido. La voz sigue leyendo: "...el comparecido muestra como prueba en esta comisaría tres hojas escritas a bolígrafo en las que, según declara, empezó todo. Dice que en ellas ideó el conflicto que no pudo resolver. El funcionario de esta comisaría archiva junto a esta declaración las tres hojas manuscritas casi ilegibles para remitirlas a la fiscalía".
   En las hojas, según el fiscal, se distingue un párrafo final, escrito con una letra distinta a las anteriosres, que dice: "la Luna se prestó al engaño de Campana y dejó que éste pintara su sonrisa antes de borrarla entera. El buscador de personajes tendrá su novela."




  —Quiso el destino regalarle a Campana unas zapatillas para la nostalgia—dice el poeta ya libre de toda, desembarazado de los consejos del Félix comedido y desapaionado, que ahora se inhibe del asunto y deja todo el campo al aprendiz de escritor, al desenfreno del pensamiento literario—. Quiso Campana desafiar el presagio y arriesgarse a volver a la ciudad por los lugares donde tantos otros lo habían perdido todo, por el camino más oscuro, donde la noche reta y la Luna cubre todo con destellos desesperados; donde Manolo Quince se sintió mejor que muerto a cambio de su alegría, donde nada se entiende del todo. Sin automóvil y sin sombrero, seguro y consciente de la niebla, llegar a la infancia por el cabo espinoso, bajar hasta los niños por la soga del infortunio que algunos reciben como destino. Blanco sobre fondo blanco, Yolanda sobre fondo rojo, Manolillo sin fondo.
  »Las gentes hablaban en voz alta y se agolpaban en autobuses polvorientos. No había señoritos, ni si quiera señores, estaban en otras historias de poder y lámparas. El Sol lucía más que nunca, el hombre es un cactus con espinas tan largas como la sed, en un aire de amenazas; la ley del Sol, donde con agua se defiende la Luna.





  "Asímismo", continúa el agente judicial, o fiscal -a Félix le gustaría reconocer quién es cada uno de aquellos letrados- sacándole de sus divagaciones, y poniendo de manifiesto que la variedad de adverbios y conjunciones en las declaraciones de comisaría no es muy amplia, "declara el tal Juan Cuchillo que no volvió a pensar en el asunto hasta que hace unos días leyó en la prensa sobre la detención de un hombre joven como presunto terrorista asesino del satélite Luna y responsable de disturbios, delitos contra la salud pùblica y el medio ambiente. Preguntado por qué no acudió antes a estas dotaciones de la policía, el comparecido responde que por consternación". En seguida lee el nombre de la ciudad, la fecha, y afirma que está firmado por mí y por el funcionario de la comisaría.




  —Era la hora del alba. Llegó a la ciudad de siempre, la que apenas descansa. "La Luna muerta" decían los informes, pero la niña no lo escuchaba. Se despertaba el día y se desperezaban los edificios, los espejos se encendían. Campana vio los ojos de Fernando Asecas reflejados en una nube, sonreir. Se oían los pasos de los perros que vagaban con cansados movimientos. A este lado de la ciudad todo estaba en silencio. Agua ¿dónde vas?. Vendieron el rio con cinco mil firmas como espadas. Con la Luna dentro. Jorge Campana ¿dónde vas?. Vendieron los castillos encantados. Con el agua dentro. Absoluto silencio en que parece que todo va a reventar. Cuando las cloacas esperan su trabajo. Y el tren se fue. En la estación, Campana percibió el tiempo que se pierde, despacio el día va relamiendo la noche.   Iban a sonar los relojes y la niña, dormida, no escuchaba los informes ni el agua en movimiento, que suena como si estuviera a kilómetros de distancia aunque esté tan cerca. Iban a dar los leves ruidos de los sueños rotos, que anuncian que algo, al respirar, impone la fuerza suficiente para subirse a los ascensores y abrir el telón de la calle. Y darse cuenta de que la Luna. Aunque ¿quién se percataría? Los periodistas lo anunciaban con diversas versiones, los niños lo sabían. Algo, al respirar, hacía que se sintiese mejor, que se sintiese bien.
  »Agua... durante la noche las cloacas cesaron, Rogelio Cubero salió a la calle, los sueños de los niños se escaparon de las casas y fueron flotando por las calles, aceras y charcos. "Supongo que ese hombre tiene cómplices", se decía la gente.


 —Supongo que la ciudad estática sirve para pasear —piensa Félix que hubiera estado bien decirle al juez. Y continuar así: Sé que Jorge Campana sabía que al volver a la historia imprecisa, cuando el final está llegando, los sueños de los niños se apoderarían del paisaje. Y la Luna desaparecería, dirían que ha muerto. Sólo para darme un cuento. Eso le diría, aunque sólo conseguiría enturbiar más el asunto, así es que se hacía preciso escribir el cuento, a Felix ya le estaba quemando el asiento de madera noble, es imperativo salir de allí y ponerse a teclear la vieja máquina, lo tenía por fin todo en su cabeza. Ahora, excepcionalmente, no sería una ficción sino un transcripción de un hecho real, pero a quién le importa si el Quijote existió o no en realidad.



  Un coche blanco de policía. El barrendero deja su escoba y enciende un cigarro. Ante la mirada atónita de los duendes, el humo del cigarro es un hilillo fino que llega hasta las nubes. Tan real como los dibujos de la niña. Finas siluetas de gordas cabezas y ojos descolocados salen de sus casas planas. Circulan las nubes. Los policías tienen órdenes de detener a un tipo con sombrero en forma de campana.
  Cuando los sueños se escapan todo es posible, las moléculas se encuentran en un sistema mucho más amplio. A Campana todo le era familiar. Vio como los colores verdes salían de sus contornos; el Sol era ovalado, las chimaneas torcidas y los garabatos tachaban muchas de las cosas "normales". La luz, roja como una manzana roja, roja como la sangre de Luna que manchaba su ropa. En el suelo había un lápiz amarillo sin punta; mounstruos azules surcaban las aceras. Todo era emoción en la hora en que la ciudad de nada se percata. Un soplo de aire colocó a Jorge Campana un brochazo de pintura roja en su sonrisa; mientras los agentes del orden le colocaban las esposas, vieron cómo unas estrellas plateadas y asimétricas aparecían en sus solapas.




   El mecanógrafo, o como se llame, cesa de aporrear la máquina porque en la sala se ha hecho un silencio que Félix no sabe quién tiene que romper.




   A la hora en que se abren los colegios todo volvió a la normalidad, a ser como siempre. Todo excepto la Luna, que ahora estaba oficialmente muerta.
   De Jorge Campana aprendimos secretos que pronto se olvidan. El periódico escribió su nombre como primer sospechoso, detenido en la mañana cuando se limpiaba la sangre de la Luna en una fuente.



   Por fin, se oye la voz del juez. Debajo de la mesa su pierna hace movimientos nerviosos: "Veamos... ¿es usted Felix Cuchillo del Rio, de profesión actual portero de edificio y también escritor, soltero y residente en esta ciudad?"
   —Sí, señor...Señoría... La Luna volverá a sus fases cuando alguien lea mi novela, cuando yo la escriba... arreglando el final, claro... —balbucea él.
  —Bien, bien— duda y carraspea el juez. El abogado defensor sigue haciéndole gestos tranquilizadores. El mecanógrafo duda sobre qué consonante ponerle al carraspeo.





  El hombre que mientras dormíamos rompió la Luna ...
dibuja árboles en su celda, pero le es muy difícil pintarle al dibujo un suelo donde apoyarlos.




    El juez reanuda visiblemente agitado el interrogatorio.    
  —Tranquilícese, señor Cuchillo, y recapitulemos su declaración. Desde  el principio... —dice con grandes ademanes. Calla unos instantes, indeciso, pensando tal vez en su cercana jubilación—. No llevaba documentación. No se le ha podido encontrar dato alguno que aclarara su identidad, aunque se le ha visto relacionarse con personas, digamos, de la peor reputación de esta honorable ciudad. Recuerde, señor Cuchillo, que es usted un testigo de cargo y está bajo juramento. Recapitulemos... Usted ¿cómo sabe todo esto sobre jorge Campana?... —añade el Juez.
   —Ya lo he dicho. Salió de mi...


                                                          FIN

a estado bien decirle al juez. Y continuar así: Sé que Jorge Campana sabía que al volver a la historia imprecisa,
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